AMANDO A DIOS CON TODO
- Marco Alpízar

- 7 oct
- 2 Min. de lectura
Jesús resumió toda la ley y los profetas en una sola orden: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas.” Marcos 12:28-30
No hay mandamiento más grande, ni llamado más profundo. Amar a Dios no es solo una emoción religiosa ni un acto de buena voluntad; es una entrega total del ser. Es volver el corazón entero hacia Aquel que nos creó, nos salvó y nos sostiene cada día.
Pero si somos honestos, amar a Dios de esa manera no es algo natural. Nuestro corazón tiende a dividirse, a amar muchas cosas al mismo tiempo. Le decimos que lo amamos, pero nuestro afecto se reparte entre el trabajo, los deseos, las distracciones, los temores. Y sin darnos cuenta, comenzamos a darle las sobras del corazón a quien merece el primer lugar.
El alma, por su parte, tiene una sed profunda que nada de este mundo puede saciar. Es una sed de Dios. Pero a veces tratamos de calmarla con cosas temporales: con logros, con entretenimiento, con personas, con placeres que prometen llenar pero dejan vacío. El alma fue creada para beber de la fuente viva del amor divino, y todo intento de reemplazarlo deja una sensación de vacío interior. Solo cuando el alma se rinde ante Dios y bebe de Su presencia, vuelve a vivir.
Amar a Dios con la mente también es un desafío en estos tiempos. Hay demasiadas voces que buscan moldear nuestro pensamiento y apagar la fe. Pero cuando dejamos que Su Palabra renueve nuestra mente, descubrimos que amarle no es ceguera, sino claridad. Es mirar la vida desde Su verdad y entender que Él es digno de ser pensado, recordado y obedecido en todo momento.
Y amarle con nuestras fuerzas significa que todo lo que hacemos, aún lo más pequeño, puede ser una ofrenda si lo hacemos por Él. A veces pensamos que amar a Dios se trata solo de grandes gestos, pero el amor verdadero también se expresa en lo cotidiano: en servir, en perseverar, en cuidar, en dar lo mejor incluso cuando estamos cansados.
Sin embargo, hay una verdad que debemos reconocer con humildad: por nosotros mismos no podemos amar a Dios así. Por más que lo intentemos, nuestras fuerzas son limitadas y nuestro amor es inconstante. Pero el amor de Dios en nosotros hace posible lo imposible. “Nosotros le amamos a Él porque Él nos amó primero” (1 Juan 4:19). No se trata de producir amor, sino de recibirlo. Es cuando entendemos cuán profundamente somos amados por Él, que nuestro corazón, alma, mente y fuerzas responden con gratitud.
El amor a Dios no nace del deber, sino del encuentro. Nace cuando miramos la cruz y entendemos que Cristo nos amó con todo Su corazón, Su alma, Su mente y Sus fuerzas. Allí, en ese amor perfecto, aprendemos cómo amar de verdad.
Que hoy nuestro corazón deje de buscar amores que no llenan, que nuestra alma beba del agua viva, que nuestra mente se alinee con Su verdad, y que nuestras fuerzas sean puestas al servicio de Su gloria. Porque solo cuando somos sostenidos por Su amor, podemos amarle sin reservas.


Comentarios