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EL ACCIDENTE

“Me hizo sacar del pozo de la desesperación, del lodo cenagoso; puso mis pies sobre peña, y enderezó mis pasos.” Salmo 40:2.

Mi vida es un carro en descenso.

Acelerando a 120k/h por una pendiente sin salida. Sin frenos. Sin cinturón. Sin dirección. Con el barranco esperando abajo, como la boca de un tiburón. Todo va en cámara lenta. El parabrisas vibra. El motor ruge. Y la certeza llega como un balde de agua fría: no tengo el control (Proverbios 16:9). Nunca lo tuve. Los pensamientos rebotan como tornillos sueltos en la guantera. Erráticos. Inútiles. La conclusión es simple: estoy frito.


A 100 metros del barranco.

Mi mente es un basurero municipal en huelga. Montañas de desperdicios. Parte los puse yo. Parte llegó arrastrada por la corriente (Romanos 12:2). No entregué esta parcela a Cristo. La entregué al enemigo. Tierra baldía. Sin cerca. Sin letrero. Entrada libre. Los demonios entran como vendedores ambulantes. Montan tiendas. Carretillos de basura. Se instalan. Es su territorio ahora.


A 50 metros del barranco.

Mi mente es Waterloo. Es Gettysburg. Un campo minado y yo el comandante cabezón que cree que puede ganar con un par de banderas. El enemigo avanza cada hora más, cada minuto más. Intenté luchar solo. Rechacé al Espíritu Santo (Hechos 7:51). Me quedé con el volante. Gran idea. Ahora voy directo al abismo.


A 20 metros del barranco.

Mi mente es un Estado fallido. Juárez. Haití. Kabul. Gobernada por terroristas, por narcos, por ambos. Incluso los pensamientos “buenos” vienen disfrazados con chaleco explosivo. Prometen paz. Entregan destrucción. No confío en ellos. Ellos construyen un outlet en mi cabeza. Paredes de concreto. Escaleras mecánicas. Demonios felices con sus compras. El show apenas comienza.


A 5 metros del barranco.

La esperanza ya no es terapia, ni pastillas, ni meditación. Nada químico. Nada humano. Aquí lo único que queda es morir (Gálatas 2:20). Muerte al yo. A la soberbia. A la mentira de que “puedo solo”. ¿Y si no quiero morir? Demasiado tarde. El aire ya huele a acero retorcido y gasolina. Solo queda cerrar los ojos. Esperar.


Justo al borde, la esperanza irrumpe. No es mía. No es humana. Es un susurro que corta como cuchillo: “Él puede hacerlo. Él ya lo hizo” (Hebreos 13:8). Él ordenó al viento: “Calla” (Marcos 4:39). Le gritó a Lázaro: “Sal fuera” (Juan 11:43). Él mismo estuvo muerto y regresó. El mismo. Hoy. Siempre. Los demonios murmuran: duda, vergüenza, miedo. Pero sus voces suenan huecas. Ya no tienen megáfono (Santiago 4:7).


El carro cae.

Cristales flotan en el aire. Todo es blanco. Silencio. Fondo. Este es el fondo. Y justo aquí entiendo lo que nunca quise aceptar: la confesión es la llave (1 Juan 1:9). Nombrar los pecados. Sacarlos a la luz. Dejar que Cristo los oiga. Como cuando Dios le preguntó a Adán: “¿Dónde estás?” (Génesis 3:9). No era desconocimiento. Era invitación. Confiesa. Sé honesto.


Aquí, en el fondo, se cumple lo que Cristo dijo: “Bienaventurados los pobres en espíritu” (Mateo 5:3). Aquí es donde Él se encuentra contigo. En el pozo al mediodía (Juan 4:6). En el lugar donde ya no tienes nada más que ofrecer. Y entonces sucede. El milagro. La resurrección. La vida donde solo había huesos secos (Ezequiel 37:5). Cristo no solo te levanta, te hace nuevo (2 Corintios 5:17). Restaura el carro hecho pedazos. Te entrega un volante nuevo. Y esta vez Él conduce.


Él abrió el camino. Él es el camino (Juan 14:6). Y ha prometido estar contigo hasta el fin de los tiempos (Mateo 28:20). Así que no desperdiciemos la caída. No desperdiciemos el fondo. Porque allí, en el lugar donde todo parece terminado, es donde Cristo comienza.

 
 
 
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