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EL DIOS QUE ADORAMOS

¿Conoces al Dios que adoras? ¿Quién es realmente? ¿Cuál es su nombre? ¿Por qué es este Dios merecedor de nuestra adoración? Y más aún, ¿Qué lo diferencia de esas otras deidades de las que escuchamos en la historia, en mitologías o incluso en nuestras escuelas?

La verdad es que, si no sabes a quién estás adorando, deberías hacer una pausa y reflexionar. Alguien dijo una vez que no podemos decir que conocemos a Dios si no conocemos la historia del pueblo hebreo. Fue a ellos a quienes Dios decidió revelarse primero, dar a conocer su nombre y mostrar su carácter (Deuteronomio 7:6–8).

Cuando tú te presentas a alguien, lo haces con intención. No dices tu nombre al azar; esperas por lo menos ser escuchado y reconocido. De la misma manera, este Dios que adoramos no se presentó con un saludo superficial ni con una charla trivial. Él se reveló al pueblo hebreo, caminó con ellos, habitó en medio de ellos (Éxodo 25:8). Y todavía más: decidió abrirse a otras naciones, extender sus brazos y dar la oportunidad de que cualquier persona, de cualquier pueblo, pueda conocerlo y vivir en relación con Él (Isaías 49:6; Juan 3:16). La historia de Israel se convierte, entonces, en un testimonio fidedigno de quién es Dios y cuáles son sus atributos más claros.

1. Su Nombre


A través de esa historia aprendemos, en primer lugar, que su Nombre lo distingue de cualquier otra deidad. Cuando Moisés le preguntó quién lo enviaba, Dios respondió: “YO SOY EL QUE SOY” (Éxodo 3:14). Su nombre no depende de algo externo, no está atado a un poder natural ni a un mito de origen. En cambio, los dioses de Egipto, Mesopotamia o Grecia tenían nombres vinculados a elementos creados: Ra, dios del sol; Baal, señor de la tormenta; Poseidón, del mar. Todos ellos eran representaciones limitadas de la naturaleza. Nuestro Dios no refleja un aspecto de la creación: Él es el Creador mismo (Isaías 45:5–7).

2. Su Eternidad


En segundo lugar, debemos preguntarnos: ¿de dónde vino este Dios? El salmista declara: “Desde el siglo y hasta el siglo, tú eres Dios” (Salmo 90:2). Él es eterno, sin principio ni fin, inmutable en su ser (Malaquías 3:6; Hebreos 13:8). No tiene genealogía ni historia de origen, porque Él mismo es el origen de todo (Génesis 1:1; Apocalipsis 1:8). Esto contrasta con los dioses de otras culturas, que tenían relatos de nacimiento, luchas o incluso muertes. Los babilonios hablaban de Apsu y Tiamat, las aguas primordiales de donde surgían los dioses. Los griegos contaban la genealogía de los titanes y olímpicos. Pero el Dios hebreo-cristiano no procede de nadie: simplemente ES.

3. Su Manifestación


En tercer lugar, vemos cómo este Dios se manifiesta. No lo hace como una fuerza anónima ni como un mito escondido en lo desconocido. Él se revela en la historia como el Dios soberano que gobierna sobre todas las cosas. Fue Él quien llamó a Abraham (Génesis 12:1–3), quien libertó a Israel de la esclavitud mostrando que ningún faraón ni imperio puede resistir su poder (Éxodo 14:30–31), y quien habló por medio de los profetas declarando su voluntad con autoridad absoluta (Jeremías 1:9–10; Amós 3:7).

En la plenitud del tiempo, su soberanía se manifestó en Jesucristo (Gálatas 4:4–5), no como una derrota al hacerse hombre, sino como la máxima expresión de su señorío: el Verbo eterno que decidió, por su propia voluntad, habitar entre los hombres (Juan 1:14; Filipenses 2:6–11).

Aquí comprendemos que nuestro Dios no es una soledad eterna, sino el Dios trino que reina desde siempre:

  • El Padre que sostiene y gobierna todo (Isaías 64:8; Mateo 6:9–10).

  • El Hijo que ejecuta el plan redentor con autoridad sobre vida y muerte (Juan 5:26–27; Colosenses 1:16–20).

  • El Espíritu Santo que actúa en el mundo conforme a la voluntad divina (Juan 14:26; Romanos 8:14).

Su manifestación no depende de la necesidad humana, sino de su propósito eterno y soberano: mostrar que Él es el Señor de toda la creación (Isaías 46:9–10).

Esto lo diferencia radicalmente de las deidades de otras naciones, que actuaban con caprichos, debilidades o impulsos pasionales. El Dios hebreo-cristiano, en cambio, se manifiesta porque Él reina, porque su voluntad es suprema y porque ningún poder creado puede limitar su gloria (Daniel 4:34–35).

4. Su Santidad


Finalmente, todo esto nos lleva a reconocer su santidad. “Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos; toda la tierra está llena de su gloria” (Isaías 6:3). Él no es como los dioses inventados por los hombres, reflejo de pasiones, celos o debilidades. Él es distinto, separado, santo en esencia (Levítico 19:2). Y sin embargo, ese Dios santo decidió acercarse, compartir su vida con nosotros y ofrecernos comunión eterna (1 Pedro 1:15–16; Juan 17:3).

Querido hermano, la invitación es clara: detente y reflexiona. ¿Conoces realmente al Dios que dices adorar?

  • Su Nombre nos muestra quién es.
  • Su Eternidad nos recuerda que Él es el origen de todo.
  • Su manifestación en la Trinidad nos abre la puerta a una relación viva y cercana.
  • Su Santidad nos llama a reverencia y a entrega.

Al concluir, pregúntate: ¿la figura de Dios que tengo en mi corazón coincide con este Dios revelado en la Escritura, el Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob, el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo? (Hechos 3:13). Porque sólo ese Dios es digno de toda nuestra adoración (Apocalipsis 4:11).
 
 
 

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