SENTIRSE ABANDONADO — UN EXAMEN HONESTO.
- Roy Villalobos

- 23 sept
- 3 Min. de lectura
Sentirse abandonado es uno de los sentimientos más groseros que he experimentado. Es una mezcla de desolación, conmiseración y una tristeza profunda que te cala. Y curiosamente —no siempre— ese sentimiento no corresponde a un abandono literal. Muchas veces es una sombra interna: la sensación de que alguien nos dejó, cuando en realidad nadie cruzó la puerta.
En mi vida, este sentimiento ha venido con frecuencia cuando el pecado me envolvía tanto que dejé de reconocerme. Esa bruma fatídica, ese vacío tan profundo y ese peso aplastante no siempre fueron producto exclusivo de lo que otros hicieron. En más de una ocasión, fue mi propio pecado el que trajo ese vacío: malas decisiones, orgullo, indiferencia o huir de lo que era santo. El pecado borra la claridad, empaña la conciencia y nos hace creer que hemos sido dejados fuera del amor o del favor que antes creíamos seguro.
Pero también existe otra causa: el pecado de quienes debían cuidarnos. Cuando padres, líderes o gente en la que confiábamos fallan por negligencia, ignorancia o maldad, el abandono duele y marca. Perder un empleo, una ruptura, la muerte de un ser querido en un momento de necesidad, la ausencia de un padre o el desprecio de una madre —todo eso puede levantar la pregunta : “¿Por qué a mí? ¿Qué hice para merecer esto?”
Esa pregunta revela algo humano y verdadero: en lo profundo pensamos que no merecemos ser abandonados. Ese manto de luto que nos cubre parece injusto y desproporcionado. Nos preguntamos por qué, buscamos causas y —con frecuencia— nos golpeamos intentando encontrar respuestas que no llegan.
Sin embargo, en el centro del evangelio hay una respuesta que cambia la perspectiva: Jesús también experimentó la sensación de abandono. En la cruz, en el momento más oscuro, Él clamó: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mateo 27:46; cita que remite a Salmo 22:1). Jesús, sin culpa, tomó sobre sí la inmundicia que nos separaba del Padre. Por amor voluntario, experimentó el abandono por un instante para que tú y yo no tengamos que llevar esa condena eternamente.
Isaías 53:3 nos recuerda la profundidad de esa experiencia: “Despreciado y desechado entre los hombres; varón de dolores…”
El Mesías se identificó con nuestra fragilidad, con el rechazo y la desolación que muchas veces nos deja sin palabras. Él no solo conoce nuestro dolor; lo abrazó, lo asumió y lo transformó. Esta es una verdad que nos desafía y nos reconforta al mismo tiempo: el abandono que sentimos no es la última palabra.
Y, aun en medio de la oscuridad, la Escritura nos ofrece luz: “Cercano está Jehová a los quebrantados de corazón; y salva a los contritos de espíritu.” (Salmo 34:18).
Dios no nos deja solos en nuestro quebrantamiento. Él está presente incluso cuando la vida nos ha herido y la soledad nos aplasta.
Romanos 8:38-39 refuerza esta certeza con una seguridad absoluta: “Porque estoy convencido de que ni la muerte, ni la vida… ni lo alto, ni lo profundo… podrá separarnos del amor de Dios que es en Cristo Jesús Señor nuestro.”
Nada —ni el pecado propio ni la negligencia de otros— puede romper el abrazo de Su amor. Esta verdad transforma nuestra perspectiva: aunque el dolor del abandono es real y merece ser sentido, llorado y acompañado, no define nuestra historia final. Cristo pagó el precio de la desolación para restaurarnos, y en Él podemos encontrar refugio, compañía y esperanza.


Comentarios